Todo comenzó con Gosvinta, dos veces reina de Hispania. Su historia se inicia con el alzamiento de su marido, Atanagildo, contra el rey Agila I. En 552 Gosvinta y Atanagildo llamaron en su auxilio a las tropas bizantinas y con su ayuda eliminaron a Agila y se hicieron con el trono visigodo. Gosvinta y Atanagildo tejieron pronto una sólida red de alianzas para sostener su poder y en esas alianzas, sus hijas, las jóvenes princesas Galsvinta y Brunequilda, eran un elemento más. En 566 casaron a la menor de ellas, Brunequilda, con Sigeberto de Austrasia y al año siguiente, desposaron a la mayor, Galsvinta, con Chilperico de Neustria, hermano de Sigeberto. Dos princesas hermanas para dos reyes hermanos. Parecía un cuento de hadas.
Pero no era un cuento, sino una pesadilla: Chilperico era un hombre brutal y libertino. “Poseía muchas mujeres” nos dice el contemporáneo Gregorio de Tours, pero juró deshacerse de todas ellas y honrar solo a Galsvinta. No cumplió su palabra y humilló una y otra vez a Galsvinta mostrándose ante toda la corte con su amante favorita, Fredegunda. Galsvinta, vejada, manifestó su propósito de abandonar la corte y regresar a Hispania, pero con ello selló su muerte: aquella misma noche Chilperico y Fredegunda le enviaron un asesino que, metiéndose en la cama de la princesa hispana, la ahogó apretándole lentamente el cuello con las manos.
Aquel asesinato fue el comienzo de una despiadada “guerra privada” que hizo tambalearse a los reinos de la tierra durante casi cincuenta años. En el centro de aquel vendaval de conjuras, guerras y asesinatos, estuvieron Gosvinta, reina de Hispania y madre de la asesinada, y Brunequilda, reina de Austrasia y hermana de la desdichada Galsvinta, pues ambas juraron dar muerte a Chilperico y a Fredegunda.
Justo un año antes del asesinato de Galsvinta, en 567, moría en Hispania su padre, Atanagildo, y los godos, temerosos de enredarse en nuevas guerras civiles que los debilitaran aún más frente a sus enemigos, eligieron a un nuevo rey: Liuva I. Liuva era muy consciente de que la reina viuda, Gosvinta, no era una mujer que pudiera ser arrinconada y por eso pactó con ella una solución de compromiso: él, Liuva, reinaría en la Galia Narbonense, la región meridional de las Galias que aún controlaban los godos, mientras que Leovigildo, su hermano, se casaría con Gosvinta y ambos regirían la Hispania visigoda.
Cuando se juega al juego de tronos…
Dos dragones en una misma cama. Eso eran Leovigildo y Gosvinta en enero de 569 cuando iniciaron su reinado. Leovigildo era la espada y la ira. Año tras año, se ponía al frente de su comitiva guerrera para aniquilar a cuantos se le opusieran: romanos/bizantinos, cordubenses, orospedanos, suevos, cántabros, sappos, aregenses, francos… Todos sufrieron los zarpazos de hierro y fuego que les lanzó Leovigildo, un rey invencible que atronó las calzadas de toda Hispania con el lúgubre tintineo de las armas de su hueste guerrera.
Pero Leovigildo no solo combatía en lejanos campos de batalla, sino también en su alcoba, pues su esposa, Gosvinta, contaba con su propio partido nobiliario y jugaba su propio “juego de poder”, y en ese juego la ambición y la venganza eran sus dos cartas favoritas. Y las jugó bien. Aliada con su hija Brunequilda, reina de Austrasia, logró enfrentar al marido de esta última, Sigeberto, con su hermano, Chilperico. Sigeberto exigió de su traicionero hermano que pagara el Wergeld, el precio de sangre, por el asesinato de Galsvinta. Chilperico, intimidado, consintió y entregó a Brunequilda, hermana de la asesinada, varias ciudades de la Galia. Era una artimaña: al poco, Chilperico volvió a apoderarse de ellas.
Brunequilda y Gosvinta no volverían a dejarse burlar. Año tras año, enviarían asesinos a la corte de Chilperico y Fredegunda con la misión de darles muerte a ambos. Fredegunda, por su parte, tenía fama de bruja, de sagaz urdidora de conjuras y de señora de asesinos y envenenadores. Era una mujer de hierro. De origen humilde, había llegado a la corte de Chilperico como criada de la primera esposa de este último. Pronto, usando su belleza, Fredegunda se atrajo al rey y se deshizo de su señora, a la que encerró en un monasterio y a la que, años más tarde, mandaría asesinar. Esa era Fredegunda y contra ella se enfrentaron Gosvinta y Brunequilda en un duelo que ensangrentó el Occidente.
En 575, tras años de intentos de asesinatos mutuos, los dos hermanos, Chilperico y Sigeberto, alentados por sus respectivas reinas, se enfrentaron una vez más en batalla. Sigeberto se alzó con la victoria y acorraló a Chilperico. La suerte de este último y la de Fredegunda parecía echada. Pero en la sombra acechaba Fredegunda: dos de sus asesinos se disfrazaron de nobles austrasianos de la corte de Sigeberto y lograron acercarse a este último. Entonces, desenvainaron los cuchillos envenenados que les había entregado Fredegunda y apuñalaron a Sigeberto. La suerte cambió de bando: el ejército de Austrasia se pasó a Chilperico, el hermano superviviente, y Brunequilda y su hijo fueron encarcelados en la ciudad de Ruán. Aquello, en verdad, era una condena a muerte, pues nadie dudaba de que, antes o después, Brunequilda y su hijo serían convenientemente eliminados.
Pero Brunequilda también sabía de conjuras y giros de la fortuna: Chilperico tenía un hijo de su primera mujer, la desdichada a la que Fredegunda encerró en un monasterio. Aquel joven se llamaba Meroveo y su padre lo había puesto al frente de una parte del ejército. Brunequilda era mayor que él y también una mujer de gran belleza. No le costó seducir al joven y con su ayuda, escapó de la mazmorra en donde la habían encerrado y huyó a la corte de Gontrán, el otro hermano de Chilperico y el asesinado Sigeberto. Con su ayuda logró recuperar el trono de Austrasia para su hijo, Childeberto II, y reinar en nombre de este último.
Fredegunda rabiaba de ira. Se las compuso para que su esposo, Chilperico, persiguiera a Meroveo. El joven trató de refugiarse junto a su amada, Brunequilda, pero esta no logró ampararlo y Meroveo fue acorralado por los asesinos enviados por su propio padre y por su madrastra. Fredegunda también se encargó de eliminar al otro hijo que Chilperico había engendrado con su primera esposa y así abrió paso al trono para su futuro y propio hijo. Pero, ¿qué hijo? Fredegunda solo lograba criar hijas, pues los hijos varones que paría se morían al poco. Fredegunda, desesperada, acudió a la magia negra y cuando esta tampoco funcionó, se dedicó a perseguir y ejecutar a supuestas brujas que, pagadas por Brunequilda, le lanzaban conjuros que daban muerte a los hijos que paría.
Así que las reinas siguieron enfrentándose y la sangre siguió anegando la tierra, pisoteada por los asesinos que de continuo se enviaban la una a la otra. Dos reinas enfrentadas a muerte en un duelo de ingenio y terror.
…solo se puede ganar o morir
Mientras, en Hispania, Gosvinta encontraba tiempo, oro y astucia no solo para apoyar a su hija, Brunequilda, sino también para intrigar contra su propio esposo, Leovigildo. Eso era peligroso. Leovigildo era tan duro y frío como el acero bien templado, tanto que un contemporáneo diría de él: “No dejó vivo a ningún enemigo con edad suficiente como para mear contra la pared.” Y era cierto. Pero la semilla del mal había sido plantada en su propia casa por su reina: esta había concertado el matrimonio de su nieta, Ingunda, hija de Brunequilda, con el hijo de Leovigildo, Hermenegildo, y no había parado hasta lograr que el joven se apartara de su padre. Gosvinta había llegado incluso a dar una terrible paliza a su propia nieta con tal de que esta se sometiera a su voluntad por completo y tras muchas intrigas, en 579, logró que Hermenegildo se alzara contra su padre, Leovigildo.
¿Por qué Gosvinta hizo tal cosa? Ira, venganza y ambición. Esa es la explicación. Gosvinta había entendido como un insulto personal y como un desafío a su poder, y ciertamente lo era, que su esposo hubiera concertado el matrimonio de su segundo hijo, Recaredo, con la hija de Chilperico y Fredegunda, los asesinos de la hija de su propia esposa, Gosvinta, y del yerno de esta última, Sigeberto. Con aquellos esponsales, Leovigildo mandaba una señal a su intrigante esposa: “No te temo, eres tú quien debe de temerme a mí.” Gosvinta aceptó el desafío y alzó al hijo mayor de su esposo. Así que mientras en Francia habían combatido entre sí los hermanos, ahora en Hispania, padre e hijo lucharían a muerte, y detrás de todas esas contiendas, se hallaban las “tres reinas rojas”: Gosvinta, Brunequilda y Fredegunda.
La guerra civil asoló Hispania durante cinco años y mientras Leovigildo batallaba contra su hijo y mantenía bajo vigilancia a Gosvinta, en las Galias continuaba la sangrienta disputa entre Fredegunda, Chilperico y Brunequilda. Esta última logró poner en pie una astuta conjura que interceptó el cortejo de la hija de Chilperico, Rigunta, cuando viajaba a Hispania para casarse con el hijo menor de Leovigildo, Recaredo. Más aún, Brunequilda no solo impidió dicho matrimonio, sino que a la par logró que sus asesinos dieran muerte al rey Chilperico. Este pereció envenenado. Algunos miraron en dirección a Fredegunda, que al fin había parido a un hijo varón, Clotario, pero lo cierto es que lo más probable es que Brunequilda, pese a que juró una y otra vez que ella no había tenido nada que ver, fuera la mano que estuvo tras el asesinato. Ahora era Fredegunda la que se hallaba sola y con un hijo pequeño. Brunequilda no perdió el tiempo y ordenó a su hijo, Childeberto, que levantara un ejército para marchar contra Fredegunda. Esta parecía perdida.
No lo estaba. Fredegunda se había atraído a un noble, lo metió en su cama y lo puso al frente de un ejército con el que derrotó a sus rivales. Luego, con habilidad, supo presentarse como víctima y atraerse la protección de Gontrán de Borgoña. Más aún, Fredegunda contraatacó. Estrechó su alianza con Leovigildo y aquel mismo año, 585, el “Rey de los hispanos” le envió oro y hombres con los que preparar el asesinato de Brunequilda y de Childeberto, a la sazón, recuérdese, hijastra y nieto de Leovigildo. ¿Pero por qué iba a detenerse Leovigildo ante la sangre de su hijastra si no se había detenido ni ante la de su propio hijo? En efecto, justo en aquel momento, 585, tras derrotarlo y apresarlo, Leovigildo acababa de ordenar la ejecución de Hermenegildo.
El oro y los hombres enviados a Fredegunda por Leovigildo fueron interceptados, pero Fredegunda no necesitaba de estímulo alguno para disponer de asesinos que enviar contra su mortífera rival, Brunequilda: ordenó a dos sacerdotes que se hicieran pasar por mendigos y les entregó sendos puñales en cuyas hojas se habían hecho profundas incisiones en las que se vertió veneno. Así, si las heridas que infligieran no afectaban a órganos vitales, lo haría el veneno con el que habían sido bañados. Por poco escaparon Brunequilda y su hijo de tales asesinos. El duelo de reinas, venenos y puñales continuó.
En Hispania, mientras tanto, moría Leovigildo. Imbatido, terrible. Dejando tras de sí un reino fuerte y un hijo, Recaredo, obligado a tolerar a Gosvinta, la traidora reina viuda. De hecho, Recaredo, en guerra contra el reino franco de Borgoña, tuvo que acudir a su madrastra para que esta intercediera con su hija, Brunequilda, y pactara con ella el final de la sangrienta Faita/Faida, la venganza de sangre declarada por la muerte de Ingunda, la hija de Brunequilda: cien mil monedas de oro fueron ofrecidas como Wergerd y se pactó la boda de Recaredo con la segunda hija de Brunequilda, Clodosinda. Pero una vez más, Fredegunda supo abortar los planes de sus rivales y la boda nunca se llevó a cabo.
No saboreó mucho aquella victoria Fredegunda, pues en 587, Brunequilda logró que su nieto fuera nombrado heredero por Gontrán de Borgoña. Fredegunda no podía tolerar aquello y las conjuras y traiciones continuaron. También en Hispania. Tras el fracaso de la boda de su nieta Clodosinda con Recaredo, Gosvinta intrigó contra este último. Descubierta, fue eliminada discretamente.
Un duelo de reinas que hace palidecer a la Casa del Dragón
Sobre el tablero ya solo quedaban dos reinas: Fredegunda y Brunequilda. Llevaban más de veinte años tratando de asesinarse mutuamente y no se detendrían. Fredegunda envió a un sacerdote a la corte de Brunequilda. El hombre debía de ganarse la confianza de la reina y luego darle muerte. Pero en el último momento fue descubierto. Sometido a tortura, confesó que lo enviaba Fredegunda. Para sorpresa de todos, Brunequilda no ordenó su muerte, sino que lo liberó y lo envió de nuevo con su señora.
Fredegunda no toleraba el fracaso: no bien llegó el desdichado ante ella, ordenó que le cortaran las manos y los pies y luego lo quemaran vivo. Tampoco toleraba el reproche: importunada por un obispo, Fredegunda le envió un asesino que casi lo hirió mortalmente. Convaleciente, el obispo tuvo que admitir en su casa al médico que le enviaba la reina, supuestamente para sanarlo, pero con la única misión de asegurarse de que el obispo muriera. Incluso con su propia hija, Rigunta, se mostraba implacable: cuando la joven le reprochó que apenas si le daba lo suficiente para vivir con dignidad, Fredegunda la invitó a su alcoba y le mostró un enorme arcón. Luego lo abrió y comenzó a sacar de él diademas, brazaletes, collares… Un tesoro inigualable que iba entregando a su asombrada hija. Luego, Fredegunda se apartó del arcón e invitó a su hija a que siguiera sacando riquezas. Rigunta se inclinó sobre el arcón y cuando, ansiosa y rebuscando, tenía medio cuerpo metido dentro de él, su madre hizo caer la pesada tapa sobre la infortunada y la golpeó salvajemente con ella. Casi la mató y si no lo hizo fue porque unos sirvientes la detuvieron hasta que recuperó la cordura.
Pero lo que nadie podía detener era la guerra entre Fredegunda y Brunequilda. En 593 los ejércitos de ambas reinas se enfrentaron en cruenta batalla y la tierra quedó sembrada de cadáveres. Al cabo, en 596, Fredegunda se apuntó otro sangriento tanto: logró envenenar a Childeberto, hijo de Brunequilda. Esta, imperturbable, se limitó a sentar en los tronos de Austrasia y Borgoña a sus nietos: Teodoberto y Teoderico, y a continuar la lucha contra Fredegunda.
No duró mucho. Lo que los asesinos no lograron en casi treinta años de rivalidad, lo logró la disentería: Fredegunda murió en 597. Ya solo quedaba una reina en Francia. Pero Brunequilda, con más de sesenta años a sus espaldas, no pudo saborear la copa de la victoria por mucho tiempo: en 599, su propio nieto, Teodoberto de Austrasia, harto de que su abuela ejerciera el verdadero poder, conspiró contra ella y logró expulsarla del reino con el apoyo de la nobleza. Brunequilda, temiendo ser asesinada, huyó a la corte de su otro nieto, Teoderico de Borgoña y durante los siguientes años gobernó este último reino a través de su nieto. A veces, Brunequilda enfrentaba a ambos hermanos, a veces los ponía de acuerdo para que combatieran juntos contra Clotario, el odiado hijo de Fredegunda. Así lograron importantes victorias sobre este último, a quien arrebataron buena parte de su reino.
No obstante, Brunequilda no olvidaba que su nieto, Teodeberto, la había expulsado de Austrasia, y cuando se creyó lo suficientemente poderosa, volvió nuevamente a su otro nieto, Teoderico, contra su hermano: en 612 la terrible abuela y su nieto favorito derrotaron y apresaron a Teodeberto. Brunequilda encerró a su nieto y al hijo de este último, su bisnieto, en un monasterio. No quedándose satisfecha ordenó su asesinato. La implacable anciana, ya pasaba de los setenta, no estaba saciada ni de sangre, ni de poder: ahora quería la muerte y el reino de Clotario, el hijo de su antigua enemiga y para ello convenció a su nieto superviviente, Teoderico, de que reuniera a sus ejércitos y marchara a la guerra. Todo parecía a punto para que Brunequilda, al fin, se alzara con todo el poder.
Pero el destino dispuso otra cosa: cuando Teoderico y Brunequilda ya estaban al frente de un enorme ejército, la disentería, la misma enfermedad que años atrás se llevó a Fredegunda, mató a Teoderico. Brunequilda, una vez más, se mantuvo firme y proclamó rey a su bisnieto, Sigeberto II, y con el niño rey a su lado, encabezó el ejército a la batalla. Sin embargo, cuando los dos ejércitos, el de Brunequilda y el de Clotario, estaban frente a frente, la traición se cebó en las filas de la primera: los nobles la abandonaron y con ellos, la mayor parte de su hueste guerrera. Derrotada, Brunequilda huyó hacia el Rin en busca de la protección de las tribus germanas, pero fue nuevamente traicionada por un noble y entregada a su enemigo: Clotario.
No hubo piedad para la mujer que había asesinado a reyes y a nobles, y hasta a su propio nieto y bisnieto. No hubo piedad para la reina que había colmado de sangre y muerte los reinos francos durante tantos años. Durante tres días fue torturada con saña y al cuarto, desnuda, fue paseada ante el ejército montada sobre un camello sarnoso. Los soldados le arrojaban inmundicias y la insultaban. Ella, con el cuerpo lleno de heridas y moratones por las torturas sufridas, se mantenía sin embargo orgullosa aún en su caída. Al cabo, fue bajada del camello y sus cuatro extremidades atadas a cuatro caballos que fueron azotados para que tiraran en direcciones contrarias y la despedazaran.
Así murió la hija de Gosvinta. La última de una casa feroz que durante más de sesenta años desencadenó guerras y horrores sin fin en Hispania y Francia. Así, despedazada, murió la reina que alimentó con carne humana las fauces insaciables del rojo dragón de la muerte.
Bibliografía
- Herrera Roldán, P. (2013): Gregorio de Tours. Historias. Cáceres.
- Wallace-Hadrill, J. M. (1960): The fourth book of the Chronicle of Fredegar.
- Campos, J. (1960): Juan de Bíclaro, Obispo de Gerona: su vida y su obra: introducción, texto crítico y comentarios. Madrid.
- Soto Chica, J. (2020): Los visigodos. Hijos de un dios furioso. Madrid: Desperta Ferro Ediciones.
- Leovigildo. La unificación de Hispania. Revista Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 73. Madrid. Agosto 2022.
- Y para disfrutar de una novela sobre el tema: Soto Chica, J. (2021): El dios que habita la espada. Barcelona: Edhasa.
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